La doctrina social de la Iglesia condena todas las formas de totalitarismo, puesto que niegan la dignidad trascendente de la persona humana; y, además, expresa su estima por los sistemas democráticos, concebidos para asegurar la participación de los ciudadanos, según el sabio criterio del principio de subsidiariedad. Este principio supone que el sistema político reconoce el papel esencial de las personas, de las familias y de los grupos que componen la sociedad civil.
Sin embargo, existe un motivo de inquietud: en numerosos países la democracia, tanto si se ha afirmado después de mucho tiempo como si ha comenzado recientemente, puede correr peligro por puntos de vista o conductas que se inspiran en la indiferencia o el relativismo en el campo moral, ignorando el auténtico valor de la persona humana. Una democracia que no se funda en los valores de la naturaleza humana corre el riesgo de comprometer la paz y el desarrollo de los pueblos.
Enseña Platón, que la democracia nace de la oligarquía porque la codicia insaciable del hombre oligárquico lo lleva a considerar que el único bien es la acumulación de riqueza. Entonces los pobres, que son el pan de cada día de nuestras patrias, al atestiguar este atesoramiento de bienes, piensan que la oligarquía ha logrado ese propósito por la pereza de ellos, pobres, y cuando estos (oligarcas) se reúnen en privado se trasmiten unos a otros la siguiente consigna: “Estos hombres son nuestros, y ni siquiera hombres, votos, pues no son de valía alguna”. Es así como un cuerpo enfermizo necesita solo un pequeño estímulo externo para volcarse a la enfermedad, y a veces incluso sin acicate externo estalla una revuelta en su interior, así el estado oligárquico se halla propenso a una revolución sin necesidad de agentes externos.
Entonces la democracia surge, cuando los pobres, tras lograr la victoria, matan a unos, destierran a otros, y hacen partícipes a los demás del gobierno y las magistraturas, las cuales la mayor parte de las veces se establece en este tipo de régimen por sorteo. Al régimen democrático se caracteriza por que en él abunda la libertad para todos los ciudadanos, particularmente la libertad de palabra y la libertad de hacer en el estado lo que cada uno quiera.
La libertad se considera el valor más bello, y para quien se sienta libre por naturaleza, el régimen democrático es el escenario propio para llevar una vida feliz. Y el más hermoso concepto de democracia lo plasma Platón en palabras de Sócrates, quien señala: “Puede ser que este sea el más bello de todos los regímenes. Tal como un manto multicolor con todas las flores bordadas, también este régimen con todos los caracteres bordados podrá parecer el más bello. Y probablemente, tal como los niños y las mujeres que contemplan objetos policromos, muchos lo juzgarían el más bello”.
La democracia es un régimen propicio para dar nacimiento al sistema político del pueblo. ¿Por qué? Porque la democracia cuenta con todo género de constituciones, debido a la libertad, y es posible que quien quiera organizar un Estado, deba dirigirse a un Estado democrático, y allí como si hubiese llegado a un bazar de constituciones, escoger el tipo que más le agrade, y una vez escogido, proceder a su fundación. Y algo más: este régimen proporciona una exquisita tranquilidad a los hombres que han sido juzgados y condenados aún a la pena de muerte o al exilio.
El estado democrático se divide en tres partes: la burocracia, los ricos y el pueblo. La burocracia, es la que marcha a la cabeza del Estado, es el sector más feroz, el que habla y actúa y no tolera que se haga crítica alguna al Estado, y todo es administrado por este tipo de gente. En el sector de los ricos, todos tienen afán de lucro y en todo momento se separan de la muchedumbre. El tercer sector es el pueblo, o sea todos aquellos que trabajan para sí mismos, no ocupan cargos públicos y poseen pocos bienes. Cabe destacar que es el género más numeroso y en consecuencia, cuando se congrega, es la mayor autoridad dentro de la democracia, pero con frecuencia no está dispuesto a hacerlo, a menos que vislumbre alguna contraprestación.
En particular, corresponde al pueblo enriquecerse con valores humanos para la práctica democrática de los pueblos, gracias a una acción educativa inteligente y continua: formar en la honradez, en la solidaridad, en la atención a los más necesitados y en estilos de vida, a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común, sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones.
Fundándose claramente en los valores de la dignidad eminente de la persona humana, la reflexión actual sobre el sistema democrático no sólo deberá tomar en cuenta los sistemas políticos y las instituciones, sino que también deberá extenderse al conjunto de la sociedad y a la economía del trabajo, para elaborar una concepción de la democracia auténtica y completa.
En esta perspectiva, en la que la democracia y la economía se unen oportunamente, quisiera atraer vuestra atención hacia la cuestión de la deuda externa porque una contribución decisiva de los pueblos para resolver razonablemente este problema sería un signo elocuente de la conversión de los corazones, elemento esencial del gran jubileo. Ya sabéis que el problema de la deuda agrava la situación social de numerosos países y constituye una hipoteca dramática para el desarrollo democrático de sus sistemas políticos y económicos, porque quita toda esperanza en un futuro más humano.
La comunidad internacional, preocupada al ver que se rompen las redes de solidaridad, ha comenzado a reflexionar de manera responsable en este tema tan importante para el bien de la humanidad a fin de llegar a soluciones concretas y razonables. No obstante, y teniendo en cuanta que toda persona tiene el deber de cumplir con sus responsabilidades sociales y participar solidariamente en la vida política, civil y comunitaria del país.
A la conclusión más importante que he llegado con la escritura de este articulo, es que la participación es, simplemente, indispensable para el funcionamiento del Estado, y esto es claro cuando recordamos que el Estado no es la burocracia, sino la reunión de todos los habitantes alrededor de un ideal, prefigurado en el espíritu de la ley, y realizable sólo en medio de la participación ciudadana. Esta participación tiene dos grandes caudales a través de los cuales fluir. Uno es el voto, que es archiconocido por todos, el otro es a través de la solidaridad que como ciudadanos electores nos compromete con el Estado y todas sus funciones.
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